En un país donde Machu Picchu resiste imperturbable el paso de los siglos y Vargas Llosa aún guarda su pluma afilada, resulta casi cómico –si no fuera tan triste– que muchos políticos peruanos parezcan leer solo el menú del almuerzo. No es que no sepan leer, claro; es que, al parecer, las letras les producen alergia, y los libros son para ellos lo que un crucigrama en mandarín sería para cualquiera en un lunes de resaca.
En el Congreso, el papel parece más un elemento decorativo que una herramienta de trabajo. Se aprueban leyes que nadie leyó completas, discursos donde la gramática sufre ataques directos y un entusiasmo por el “copiar y pegar” que haría sonrojar a cualquier estudiante de secundaria. El resultado: debates que parecen más sketches de humor que diálogos legislativos, con frases que rozan la poesía involuntaria: “No necesito libros para gobernar, tengo experiencia en la calle”, podría ser el nuevo eslogan nacional.
Pero, ¡ojo!, que el problema no es solo el desconocimiento de autores o conceptos básicos de historia y cultura, sino el orgullo con el que se exhibe. En un país que parió cronistas, poetas y narradores que fascinan al mundo, muchos de sus representantes creen que citar un TikTok equivale a un ensayo político. ¿Y qué pasa con las universidades? Algunas se convierten en trincheras ideológicas, otras en fábricas de títulos exprés, y la consecuencia es clara: el poder se llena de aprendices de político, que desconocen la diferencia entre un decreto y un dibujo animado.
La gran paradoja es que este desfile de iletrados con corbata y sonrisa altiva parece no incomodar a gran parte del electorado. Al contrario, cuanto más simplistas son los discursos, más aplausos reciben. En el Perú, donde la cultura debería ser orgullo, la política la transforma en espectáculo barato. Y mientras tanto, los verdaderos lectores, los que aún creen que un país se construye con ideas, no con ocurrencias, esperan –como siempre– que algún día un libro entre al Congreso sin que lo usen para calzar una mesa coja.