En una decisión que ha vuelto a encender el debate sobre el poder presidencial y los derechos civiles, Donald Trump, durante su mandato, autorizó al Ejército de los Estados Unidos a acceder y controlar terrenos públicos en la frontera con México, con el propósito de acelerar la construcción del muro fronterizo, una de las promesas más controversiales de su campaña presidencial de 2016.
La medida, basada en poderes de emergencia y respaldada por la Ley de Declaración de Emergencia Nacional, permitió al Pentágono desviar miles de millones de dólares originalmente asignados al Departamento de Defensa para avanzar en la edificación del muro. Pero uno de los aspectos más alarmantes fue que el Ejército obtuvo vía libre para tomar el control de tierras públicas —y en algunos casos privadas— sin los procedimientos habituales de consulta ni compensación inmediata.
Una jugada polémica y sin precedentes recientes
Durante 2019 y 2020, el Departamento de Defensa comenzó a desplegar ingenieros y equipos militares en zonas fronterizas de Texas, Arizona y Nuevo México. Se justificó como una acción para “proteger la seguridad nacional”, aunque numerosos informes, incluyendo análisis del Congreso y ONGs como la ACLU (American Civil Liberties Union), cuestionaron esa narrativa. “No hay evidencia concluyente de que el muro reduzca significativamente la migración o el tráfico de drogas”, señala un informe del Government Accountability Office (GAO).
A lo largo de la frontera, más de 800 kilómetros de terreno fueron considerados para este despliegue, afectando áreas protegidas como parques nacionales, reservas indígenas y tierras agrícolas. La decisión generó resistencia no solo entre activistas ambientales y grupos de derechos humanos, sino también entre algunos propietarios que denunciaron intimidaciones por parte del gobierno federal.
Análisis crítico: ¿protección o propaganda?
La militarización de la frontera durante la administración Trump representó un punto de inflexión en la política migratoria de EE. UU. Más allá de sus implicancias prácticas, fue un mensaje simbólico: reforzar la imagen de una nación bajo amenaza constante y justificar políticas de exclusión.
Diversos expertos en derecho constitucional advirtieron sobre los peligros de expandir el poder ejecutivo para fines partidistas. “Se trata de una utilización cuestionable de los recursos militares, destinada más a obtener réditos políticos que a responder a una amenaza real”, indicó el profesor Stephen Vladeck de la Universidad de Texas.
Además, el costo financiero fue abrumador. Más de 10 mil millones de dólares fueron redirigidos al proyecto, pese a que el Congreso había negado inicialmente esos fondos. Esa maniobra provocó una cascada de demandas judiciales que, aunque algunas fueron frenadas por la Corte Suprema, dejaron una huella legal preocupante sobre el alcance del poder presidencial.
El legado de una frontera en tensión
A pesar de los esfuerzos de la administración Biden por revertir algunas de estas medidas, muchas de las estructuras levantadas, así como los contratos firmados, siguen en pie. El impacto ambiental, el deterioro de relaciones con comunidades fronterizas y el precedente de utilizar al Ejército en cuestiones migratorias domésticas siguen siendo tema de debate.
Lo que comenzó como una promesa de campaña terminó convirtiéndose en un experimento de autoridad y militarización que dejó profundas cicatrices en la política estadounidense.