Pasear por las salas del Museo Picasso en París o en Málaga no es solo un encuentro con la genialidad de Pablo Picasso, sino también una travesía silenciosa por las heridas del siglo XX. Detrás de muchas obras expuestas —o incluso ausentes— hay una historia que va más allá del lienzo: la del expolio nazi, un capítulo oscuro donde el arte se convirtió en botín, y la cultura, en víctima.
Durante la Segunda Guerra Mundial, el régimen nazi desplegó una sistemática operación de saqueo artístico en toda Europa. Las obras de arte modernas —como las de Picasso, Chagall o Kandinsky— eran consideradas “degeneradas”, pero eso no impidió que muchas fueran confiscadas, revendidas o simplemente almacenadas por altos funcionarios del Tercer Reich. Picasso, cuya obra desafiaba los cánones del arte tradicional y además era abiertamente antifascista, se convirtió en un blanco simbólico.
Aunque vivió en París durante la ocupación alemana, Picasso fue vigilado estrechamente por la Gestapo. Sus obras no podían exhibirse públicamente, pero él siguió creando en secreto. En su taller, bajo la amenaza constante, nacieron piezas como El hombre con cordero o Cabeza de toro, metáforas visuales de la resistencia silenciosa. Muchas de estas obras, aunque no saqueadas directamente, fueron marcadas por el aura de censura, clandestinidad y tensión política de la época.
Hoy, el Museo Picasso es también un espacio de memoria. Algunas de sus obras han sido objeto de reclamaciones por parte de herederos de coleccionistas judíos, cuyas propiedades fueron expoliadas por los nazis. La lucha por la restitución del arte robado continúa, y aunque no todas las piezas tienen una procedencia claramente comprometida, la duda acompaña a muchos