Mario Vargas Llosa, ese inagotable orfebre de la ficción latinoamericana, escribió La tía Julia y el escribidor con la impudicia de quien se sabe dueño de su historia, pero también con la picardía de quien la convierte en una comedia de enredos, una sátira literaria y, por momentos, una autobiografía amorosa que se ríe de sí misma.
Publicada en 1977, esta novela —cuyo título ya sugiere que no todo es formal ni solemne— es un juego de espejos entre el joven Mario (sí, el propio autor) y su pasión por la tía Julia Urquidi, una mujer boliviana, divorciada y diez años mayor, que vino a alborotar el gallinero limeño de los años 50. Y es también el relato de la extraña aparición de un tal Pedro Camacho, un escribidor de radionovelas que comienza como un genio y termina como una parodia de sí mismo.
Dos tramas, una ficción delirante. Mientras Mario intenta abrirse camino como escritor —desde su grisáceo puesto en Radio Panamericana— y enamora, con creciente escándalo familiar, a su tía política, Camacho produce radionovelas tan adictivas como absurdas, con personajes que se fugan de un guion a otro y contradicen sus propios destinos. Los oyentes no se dan cuenta. Mario, sí. Y nosotros, lectores, nos desternillamos.
Vargas Llosa entrelaza estas dos historias con maestría. Cada capítulo que narra la vida real (o semi-real) de Mario está seguido por uno de los delirios radiales de Camacho. El efecto es hipnótico, teatral, incluso cruel: la ficción se desborda, se come a sí misma, como si el acto de escribir fuera, en esencia, una enfermedad.
Pero La tía Julia y el escribidor no es solo una novela divertida. Es también una meditación, llena de ironía, sobre los inicios de un escritor. Vargas Llosa se burla de sí mismo, de su solemnidad juvenil, de sus aspiraciones literarias, y hasta de ese amor que escandalizó a la Lima mojigata de entonces.
Y sí: la tía Julia existió, y escribió su propia versión años después (Lo que Varguitas no dijo), en lo que fue un duelo epistolar y literario tan sabroso como incómodo.
¿Por qué leerla hoy? Porque es una novela viva, chispeante, entrañable, en la que Vargas Llosa se permite ser ligero sin ser frívolo. Porque es una clase magistral sobre el arte de narrar desde la intimidad sin caer en el melodrama. Y porque, en tiempos donde todo debe parecer serio para ser tomado en serio, La tía Julia y el escribidor nos recuerda que la buena literatura también puede hacernos reír.